Una mirada realista supone aceptar el sufrimiento como parte de la vida. El propósito de desarrollar esta conciencia, no es incrementar nuestra miseria sino dejar de frustrarnos al poner excesivas expectativas en las personas y objetos de afuera que creemos fuente de nuestra satisfacción duradera.
Sufrimos cuando no conseguimos concretar lo que deseamos y sufrimos también, cuando lo que deseamos se desvanece de nuestras manos. Aceptar que la vida es permanentemente cambio, nos preserva de aferrarnos a realidades que están destinadas transformarse. Nuestras relaciones afectivas se intensifican y luego tienden a enfriarse, nuestro cuerpo de tan joven y vital, segundo a segundo, envejece, nuestros seres queridos fallecen, nuestras posesiones se ganan y se pierden, los objetos se deterioran, lo que empieza inevitablemente termina, todo lo que nace irremediablemente muere. Así es la vida…efímera, vacilante y cambiante. Así es nuestra vida…temporal, perecedera y frágil.
Tendemos a negar esta realidad, a pensar que todo perdurara. Nos aferramos a una ilusión que nos condena por su propia naturaleza a la frustración. Este pensamiento mágico se esfuma de un instante a otro cuando la cruda realidad se presenta desnuda: una enfermedad, una separación, una perdida, una traición, una herida al corazón nos recuerda que la vida se parece más a un castillo de naipes que a una sólida y compacta construcción. Si pretendemos garantías solo conseguiremos más desgaño y dolor.
¿Qué hacer ante esta evidencia de la que nadie puede escapar?
Como diestros surfistas tenemos que aprender a surfear en los movimientos de este inmenso océano de la existencia que nos trasciende de manera descomunal. Si ante la ola de un mar embravecido, el surfista opone resistencia, perderá su equilibrio y la ola se lo tragará…la acción más inteligente es entregarse y dejarse llevar. Así la vida como el mar, imprevisible e inabarcable no es posible de controlar, como seres humanos finitos y limitados solo nos queda aceptar lo que se nos presenta con apertura y clara conciencia. Esta actitud no supone resignarse, lejos de una actitud de desidia supone posicionarse con madurez ante lo que es y no puede dejar de ser. Cuando nos enojamos, pataleamos como niños y nos paralizamos. Las consecuencias de este comportamiento pueden ser dos: nos deprimimos o nos violentamos. En el primer caso nos victimizamos, en el segundo nos desgastamos en vano.
Aceptar el sufrimiento como parte de la vida es tener una mirada más realista. La mayoría de nuestras experiencias placenteras dependen de objetos y situaciones externas, que como tal, están sujetos a las leyes de la materia. Cuando esos escenarios cambian, tendemos a aferrarnos, pretendemos que el placer dure, que lo bueno no se acabe, que la dicha esté asegurada. Atrapados en esta rueda de satisfacción e insatisfacción, vamos de la felicidad al dolor, nos sentimos arriba en la cima o en el fondo de un infinito pozo.
Tomar conciencia de este “estar girando en falso”, es un primer paso para ahorrarnos un sufrimiento innecesario. Supone la clara percepción de dejar de esperar que los demás y las cosas que nos rodean garanticen nuestra felicidad y asumir que lo que en verdad determina nuestro bienestar en nuestra actitud mental, física y emocional. Irónicamente cuando dejamos de aferrarnos a lo irreal, disfrutamos mucho más. Pues aprendemos a amar y a gozar sin miedo a que eso deje de estar. El temor a la perdida nos aleja del estado de relajación que se requiere para entregarnos al tiempo presente y valorar lo existente en el único momento real: el hoy.
Aceptar y reconocer que eso que hoy es, no se quedará por siempre en el mismo estado y en el mismo lugar supone avanzar hacia la comprensión de la realidad tal cual es. Los objetos, las personas o situaciones no están sujetas a nuestro control, del mismo modo puede que en nosotros lo que ahora sí, luego sea no. Podemos desenamorarnos, desinteresarnos, desmotivarnos o mirar lo mismo con otros ojos. Así el mundo externo cambia tanto como nuestro mundo interno. Lo que sentimos con intensidad hoy, mañana es un recuerdo.
Nuestros pensamientos, sentimientos y emociones cambian momento a momento. Así el sufrimiento es un estado emocional más que se desvanecerá si aceptamos la idea de la impermanencia de todo lo que consideramos y etiquetamos como “bueno” o como “malo”. El sufrimiento es consecuencia de enojarnos con lo que es y deja de estar o lo que no es y puede que nunca será. Posicionarnos con soberbia y omnipotencia ante lo inmensurable e incontrolable solo nos aleja de la felicidad que tanto pretendemos lograr.
Cuando vamos por la vida livianos de expectativas, estamos más dispuestos a fluir con el transcurso de los sucesos. Si estamos atascados en “cómo debería ser” el entorno que esperamos, nos condenamos a la frustración porque nunca el ideal imaginado coincide con lo real acontecido. A más distancia, mayor resistencia y la falta de aceptación solo genera dolor y demora los procesos inevitables de duelos que son precisos ir haciendo ante la evidencia de la impermanencia que se impone con crudeza para despertarnos de nuestro encanto.
La vida no es un cuento de hadas, tampoco es un tren fantasma, todo pasa y lo que quedan son las experiencias impresas en nuestro flujo de conciencia. Cuando comprendemos la vida como una escuela, aceptamos sus reglas y somos activos conocedores de nosotros mismos cuando la vida “nos pega”. Solo cuando el sufrimiento supera nuestros límites de tolerancia, nos disponemos de cuerpo y alma a madurar y dejar atrás aquellos hábitos que nos hacen realmente muy mal. Dejamos de renegar del afuera, de culpar a los demás, de idealizar lo que no está, de pensar que lo bueno está en otro lugar, para darnos cuenta que somos el único motor de la auténtica felicidad: el secreto está en nuestra percepción de los hechos y los acontecimientos, en la aceptación de la impermanencia de toda la existencia. Así como la satisfacción le cede lugar a la decepción, al sufrimiento le sigue un nuevo estado de tranquilidad. Si cada uno mira en su vida hacia atrás, seguramente recordará experiencias difíciles, frustraciones y sinsabores, momentos tremendamente dolorosos que nos parecían imposibles de superar. Y hoy, al volver a mirar, quizás no tengan la misma trascendencia o quizás sean terribles en su verdadera naturaleza, sin embargo esas heridas ya no sangran y como pudimos seguimos andando. Si esas experiencias no fueron en vano, sin en lugar de resentimientos sembramos semillas de maduración, hoy cosechamos la sabiduría de posicionarnos ante la vida con más humildad, gratitud y compasión. Esas experiencias sin duda dejaron su huella pero el desgarro, se convirtió en dolor, y el dolor en una cicatriz que nos recuerda lo imprevisible de la vida, lo importante de aprender a “soltar”, lo inútil de resistir y la sabiduría de madurar con cada lección que la escuela de la vida nos enseña si estamos alertas a interpretar los mensajes en lugar de patalear como criaturas de preescolar por los gusto que no nos da.
El sufrimiento no es algo que tengamos que desterrar, es un proceso que tenemos que aprender a transitar con dignidad. Transitar supone la responsabilidad de avanzar y no quedarse toda la vida identificamos con un estado emocional que se disuelve si colaboramos y no nos dejarnos estar en el victimismo. Y cuando sentimos que no podemos con nosotros mismos, lo inteligente es dejarse ayudar y buscar un faro que ayude a poner luz en la oscuridad. Un buen terapeuta ayuda a iluminar un camino que solo a cada uno le toca transitar. A través de esta alianza de amorosidad y confianza nos vamos animando a dar los pasos que pensábamos que no éramos capaces de dar y sucede el milagro de comenzar a buscar dentro lo que desesperadamente buscábamos fuera: la paz interna, a pesar de muchas veces estar transitar catástrofes externas. Cuando aprendemos a situarnos en el ojo del huracán, podemos observar el sufrimiento con aceptación y sin dejarnos devorar por la desesperanza de que nunca ese dolor pasará.