En la actualidad hablamos a diario de la crisis económica, de la crisis social, de la crisis política. Sin embargo hay una crisis de la que no se habla tanto y es la que arrasa con la especie humana y provoca todas las demás: la crisis del estado de ánimo, del descredito y de la desesperanza.
La creencia radicada en la sociedad de que hagamos lo que hagamos da igual porque nada va a cambiar, desalienta cualquier apuesta a un cambio colectivo y desmotiva el esfuerzo personal por poner nuestro grano de arena.
No nos damos cuenta de lo que esta mirada abatida representa en nuestra vida diaria. Levantarnos con la sensación de estar remando contracorriente, de que todo cuesta y que el esfuerzo es vano no solo nos desmoraliza sino que nos resta fuerza para cualquier apuesta individual y cualquier acto de generosidad.
Nos hemos habituado tanto a la queja, al fastidio, a resaltar lo que falta que hemos hecho de esta tendencia un deporte nacional. Somos capaces de invertir una mañana entera para hacer un reclamo, pero no invertimos el mínimo tiempo en detenernos a apreciar y contemplar lo que es digno de ser agradecido y reconocido.
La sabiduría oriental alienta la práctica de la gratitud como un hábito a implementar, como una saludable habilidad que precisamos entrenar. No es esperable que, acostumbrados como estamos, a vivir en actitud defensiva y combativa nos salga natural orientar la mirada hacia la apreciación de la virtud y la gracia. Es por eso que estas prácticas deben ser tenidas en cuenta en las dinámicas cotidianas. La manera más sencilla de hacerlo es pausando el ritmo acelerado y estando atentos a pescarnos cuando estamos a punto de poner el ojo únicamente en lo faltante, lo equivocado, lo que consideramos corrupto o malo. Esto no supone negar la realidad ni caer en un forzado optimismo, se trata de desarrollar una apreciación realista. Y es tan real la belleza, lo admirable, la bondad, la inteligencia, lo apreciable como lo criticable y condenable.
Poner el foco solo en lo que nos indigna, nos subleva y secuestra nuestra paz interna que tanto no cuesta conquistar. Entrenar el ojo apreciativo, ejercita el músculo del bienestar y la felicidad.
“No se es agradecido cuando se es feliz sino que se es feliz porque se es agradecido.”
Esta sabiduría subraya la importancia de estar atentos a cada oportunidad de practicar la gratitud. Desde lo más simple, aquello que damos por sentado, como tener una cama con sabanas limpias donde acostarnos, una casa a donde llegar, el poder desplazarnos porque nuestro cuerpo está sano, alguien a quien abrazar, los mates de la mañana, el agua caliente para ducharnos. A veces no nos damos cuenta de lo afortunados que somos hasta que eso que tomamos como normal deja de estar, o cuando salimos al mundo y en la comparación salimos ampliamente ganando.
Tenemos derecho a dramatizar cuando estamos viviendo un verdadero drama, pero es una falta de respeto a la humanidad compartida, hacer un drama de una circunstancia a afrontar. Solo con llegarnos al hospital más cercano y levantar la mirada del propio ombligo, podemos poner nuestras prioridades en su lugar y silenciarnos inteligentemente cuando estamos a punto de quejarnos o criticar en vano.
Esto no implica que no haya razones válidas ante las cuales apelar. Sino que invita a hacer justicia, porque sin dudarlo a veces no nos damos cuenta de que son más las cosas por las cuales estar agradecidos que los motivos por los cuales estar de manera casi permanente en modo queja.
Competimos por llevarnos el trofeo de los mejores argumentos para sostener nuestra verdad o nuestro pensamiento. Nos desvivimos por tener razón en lugar de tener paz interior. No nos damos cuenta de la energía en vana desperdiciada por querer cambiar lo que no está a nuestro alcance cambiar, en lugar de invertir el tiempo en desarrollar nuestro potencial y aportar nuestra semilla para que algo del cambio social que tanto deseamos comience a ponerse en acción.
Sí vale la pena hacer distinto cuando más de lo mismo resta en lugar de sumar. Sí vale la pena nuestro aporte, nuestro grano de arena. Sí hace una diferencia, o al menos nos diferencia de lo que no queremos ser parte.
En una sociedad donde lo normal es la corrupción, rebelarse es ser honesto, ser amable es ser creativo y ser pacífico es revolucionario.
Necesitamos poner de moda valores que provoquen una revolución de solidaridad y de benevolencia. Es ilógico esperar sentir bienestar cuando a cada paso sembramos semillas de malestar, de lamento y desaliento . Observar la naturaleza de nuestros diálogos internos nos alerta de la tendencia a focalizar siempre en lo que está mal. Cuando realmente tomamos conciencia de este hábito, nos damos cuenta de lo mal que nos hace y de lo insoportable que podemos resultar en la interacción con los demás. Y resalto la palabra habito, porque la mayoría de las veces nos quejamos más por costumbre que por verdadera reivindicación, hasta usamos la queja como modo de iniciar una conversación: que hace frío, que hace calor, que llueve, que sale el sol. Alguien que va por la calle silbando puede ser observado como un ejemplar en extinción, en cambio alguien insultando ya no llama la atención…
¿Se dan cuenta hasta dónde hemos llegado? Ahora bien, el problema no es haber llegado hasta acá, la oportunidad es preguntarnos hacia dónde queremos ir si queremos dejar para nuestros hijos una sociedad más conciente, compasiva y benevola. Cuando nos quejamos de cómo es la gente, no nos olvidemos de que somos gente, y de que está a nuestro alcance apostar y contribuir a algo diferente.