Para introducirnos en este apasionante tema es preciso responder una primera pregunta que no siempre resulta tan obvia… ¿Qué es una emoción?
Saber el origen de la palabra, nos ayuda a esclarecer este concepto. La palabra “emoción” deriva del vocablo “emotion” (del latin: emoveo, emotum: conmovido - perturbado). Una emoción podría definirse como “energía en movimiento”. Es un impulso involuntario que nos induce a la acción, que nos saca de nuestro estado habitual, ¡nos moviliza!
Las emociones se originan como respuesta a estímulos externos (nuestro entorno inmediato) y como resultado de los propios estímulos internos (nuestros pensamientos y creencias) y desencadenan conductas de reacción automática e instintiva.
El circuito de una emoción responde a la siguiente dinámica:
Evento Externo y/o Pensamiento Interno à Emoción à Acción
Ahora bien: ¿Es posible intervenir en este circuito dinámico, sin quedar “tragados” por nuestras emociones?
La respuesta es ¡sí! Siempre y cuando el ser humano emprenda un comprometido “trabajo sobre si” ¿A qué me refiero con esta expresión? Toda persona que se dispone a “auto-observarse” que no se da por sentado diciéndose “yo soy así”, puede aprender a entrenar su inteligencia emocional para poder lograr la destreza de gestionar sus emociones y así responder de maneras cada vez más saludables a su entorno. Por el contrario, una persona con inmadurez emocional será continuamente cautiva de sus reacciones emocionales inconscientes y más primitivas. La Inteligencia Emocional es una habilidad “adquirible”, es como un músculo que debemos entrenar, fortalecer y desarrollar.
¿Para qué sirven las emociones?
Llegamos a este mundo con una valija de herramientas para lograr sobrevivir. Las emociones básicas, que más adelante definiré, responden a este fin fundamental: conservarnos vivos y preservar la especie. Nadie nos enseña a sentir miedo, ni enojo, ni alegría, ni tristeza... “las sentimos en el cuerpo”, a partir de sensaciones bien concretas como: taquicardia, sudoración, enrojecimientos, nuda en la garganta, ect.
Existen 6 categorías básicas de emociones innatas. Cada una de ellas tiene una finalidad adaptativa, todas, absolutamente todas son necesarias y tienen una finalidad bien concreta. Por lo tanto, no existen emociones “buenas” y “malas”, sino respuestas más o menos eficaces ante el reconocimiento de las mismas.
Veamos cada una de ellas:
Miedo: anticipación de una amenaza o peligro que produce ansiedad, incertidumbre, inseguridad. Su finalidad adaptativa es: protegernos.
Sorpresa: Sobresalto, asombro, desconcierto. Su finalidad adaptativa es: orientarnos ante una situación nueva.
Aversión: Disgusto, asco, solemos alejarnos del objeto que nos produce aversión. Su finalidad adaptativa es: alejarnos de aquello que reconocemos como algo no bueno para nosotros.
Ira: Rabia, enojo, resentimiento, furia, irritabilidad. Su finalidad adaptativa es: destruir lo que nos causa daño. Sin llegar a esos extremos, en nuestra vida cotidiana puede expresarse como una emoción que nos ayuda a enojarnos y poner límites a situaciones desagradables.
Alegría: Diversión, euforia, gratificación, contento, da una sensación de bienestar, de seguridad. Su finalidad adaptativa es: reproducir aquello que es bueno para nosotros. Deseamos repetir lo que nos hizo sentir bien.
Tristeza: Pena, soledad, pesimismo. Nos sumerge en una actitud reflexiva y su función adaptativa es: generar una nueva reintegración personal.
Todas estas emociones son necesarias para nuestra ecología emocional. Todos las sentimos en diferentes grados, son universales, no distinguen raza, cultura, género ni religión. Nadie dejaría de correr si se encuentra por ejemplo de frente, con un león. En este caso el miedo, nos salvará la vida. Sin embargo, este repertorio básico e innato se complejiza y a veces se entorpece dada nuestra capacidad humana de pensar, sentir y anticipar. ¿Por qué? Porque corremos el riesgo de confundir una amenaza real con amenazas que solo existen en nuestra imaginación.
¿Qué distingue a una persona que sabe gestionar sus emociones?
La diferencia está dada no por lo que siente sino por “cómo” se relaciona con aquello que siente. Una persona con inteligencia emocional es aquella que sabe reconocer y gestionar adecuadamente su repertorio emocional. La medida de nuestra ética, entonces, no está dada por lo que sentimos, sino por lo que hacemos con eso que sentimos. ACEPTAR sin “forcejear” con nuestras emociones, es la manera más saludable de relacionarnos con ellas. De esta manera, logramos ex/presar (sacar de preso) lo que sentimos en una conducta íntegra, congruente y sobre todo consciente. Si, por el contrario, reprimimos, negamos, evadimos o rechazamos nuestras emociones, estas nos sorprenden en actos inconscientes, arrastrándonos hacia comportamientos con consecuencias perjudiciales para nosotros y nuestra relación con otros.
Veamos un ejemplo concreto: una persona está en calma, reciba una llamada en donde le comunican que ha quedado fuera de una búsqueda laboral que ansiaba. De repente siente mucha angustia, frustración y mucha bronca. En este caso, ¿Cuál sería salida saludable de gestión emocional? tomar consciencia de su estado anímica, del impacto que tuvo esa noticia, registrar lo que siente e identificar por qué se siente cómo ee siente. Paso siguiente, buscar formas funcionales de ex-presar esas emociones sin causarse daño a sí mismo ni buscar descargar en los demás (hablar con un amigo, salir a correr, buscar nuevas oportunidades laborales, etc.).
Por el contrario, una salida disfuncional, sería: negar lo que siente en ese momento, pasar a otro asunto y seguir su día como si esa frustración no hubiese acontecido. Posiblemente, llegada la noche, aquella emoción que quedo “sin digerir” se vuelve a repetir. Puede que, estando con su familia, su umbral de tolerancia esté demasiado baja y ante la más mínima molestia, “se gatille esa emoción de rabia que no pudo expresar correctamente” ¿Cuál será su primera y más primitiva reacción? Contestar agresivamente a sus seres queridos, sin ser consciente de que esa energía iracunda en realidad corresponde a la desilusión de haberse quedado fuera de esa oportunidad que tanto ansiaba.
Este es un ejemplo muy simple y directo del impacto que las emociones tienen en nuestra vida cotidiana. Imagina lo que supone “acumular”, “acumular” y “acumular”. Las consecuencias serán ya no “saltos o arrebatos” sino “explosiones”, “síntomas” y “enfermedades”. Las emociones que no se registran, no se evaporan... quedan en el cuerpo en forma de tensiones musculares, nudos en la garganta, dolores en el pecho, gastritis, hasta cáncer. Las emociones que negamos, primero nos susurran al oído, luego nos hablan y por último nos gritan. Cuidar nuestra salud física supone el compromiso de entrenarnos en inteligencia emocional.
¿Cómo comenzar a entrenar la inteligencia emocional?
El “trabajo sobre si” consiste en desarrollar una labor “consciente” sobre las emociones.
Cada persona según su temperamento innato y sus experiencias pasadas va tallando emociones que son muy difíciles de modificar, ¿por qué? porque cada una ellas, está ligada al instinto de supervivencia. Es decir, con aciertos y desaciertos nos hicieron llegar vivos hasta aquí y adaptarnos a nuestro entorno inmediato. No olvidemos que nuestro inconsciente biológico busca ante conservarnos con vida, es nuestra parte animal más primitiva. No juzga lo que es mejor o peor, funcional o disfuncional, conveniente o no. Este trabajo lo hará nuestra parte cerebral más evolucionada que puede comenzar a actuar cuando nos entrenamos en inteligencia emocional.
El primer paso para comenzar a trabajar con nuestras emociones es reconocerlas y aceptarlas tal cual son, sin juzgarlas, sin condenarlas, sin criticarnos por lo que sentimos, reconociéndonos “apenas humanos”.
Aprender a gestionar las propias emociones requiere que conviertas tu vida en tu laboratorio personal, donde eres a la vez investigado e investigador. Tomando una distancia óptima para no ser devorados por los torbellinos emocionales, comienza a registrar todo aquello que se mueve en tu interior.
El principal anclaje para “hacer pie” en medio del caos emocional es la respiración, este recurso nos facilita bajar las revoluciones, serenar la mente y elegir cómo conducirnos.
Luego de tomar contacto con la respiración, el paso siguiente es registrar todo lo que se mueve en nuestro interior.
Algunas preguntas que pueden ser orientativas en el viaje de volvernos más inteligentes emocionales son:
¿Qué emociones siento en este momento?
¿Qué sensaciones experimento en mi cuerpo?
¿Qué pensamientos acompañan y sostienen mis emociones?
¿Qué creencias alimentan los pensamientos que tengo?
Se trata de comenzar a hacer contacto con lo que sentimos, de intentar ser cada vez más lúcidos, de estar cada vez más presentes, de “sabernos” primero, para conocernos en profundidad.
Solo a partir de entonces podemos comenzar a elegir: qué, cómo, cuándo y ante quien manifestar lo que sentimos de manera consciente y prudente. ¿Qué sucede si no existe esta “cocción” previa? ¡Largamos en crudo lo más primitivo de nosotros mismos! Con lamentables consecuencias la mayoría de las veces. Ya lo decía Aristóteles:
“Enojarse es fácil, pero enojarse en la magnitud adecuada, con la persona adecuada, en el momento adecuado eso es cosa de sabios”.
Los impulsos en los que solemos caer tienen relación directa con la inconsciencia emocional que tenemos de nosotros mismos. Para tomar las mejores decisiones debemos contar con la suficiente información, en este caso de nosotros mismos.
Conocerse es la clave para poder elegir desde un lugar consciente nuestra vida. En el taoísmo se utiliza la expresión “domesticación de sí”, para hacer referencia a la grandiosa habilidad de aprender a “ser dueños de nosotros mismos”. ¿Cómo domesticarías a un animal? ¿A las patadas? Seguramente que no: la clave para lograrlo es la ternura y la determinación. Cuando resistimos y nos enojamos con nosotros mismos por sentir lo que sentimos, nos estamos dando un trato que no le daríamos a un animal. Pues bien, se trata de ser tolerantes y compasivos con nuestras partes más primitiva pero no por eso menos firmes. Esta actitud, nos ayudará a ser “Amo” y ya no “esclavos” de nuestros arrebatos impulsivos. De eso se trata ser “adultos emocionales”, de madurar las emociones, de dejarlas estacionar para poder saborearlas, sacarles su jugo y ¡no indigestarnos con ellas!
¡Te animo a que te pongas a trabajar! La adecuada gestión emocional nos aporta calidad de vida, pues nos ayuda a cuidar nuestros vínculos con los demás y a llevarnos mejor con nosotros mismos. Además, el dialogo abierto con ellas funciona como una especie de “GPS” interno que nos orientan en la vida si sabemos escuchar el mensaje que nos develan.
Psicóloga Corina Valdano.
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