Nuestro ego en su desesperada búsqueda de permanencia y certeza, fabrica una imagen congelada de lo que llamamos “Yo”. Esta imagen rígida, nos fija en conceptualizaciones antiguas acerca de quienes fuimos, en etiquetas basadas en dichos acerca de nosotros mismos y en una enumeración extensa de características, que las más de las veces han quedado viejas y las seguimos sosteniendo y defendiendo a capa y espada para cuidar el trono del ego, que nos gobierna cada vez que nos sometemos a sus mandatos severos.
Este “Yo”, que aparece a nuestros ojos como imagen unificada, lo único que mantiene igual con el transcurso del tiempo es su nombre propio, que por lo demás no deja de ser azaroso. Nos llamamos Eva, Rocío, Carlos como podríamos llamarnos Joaquín, Valentín o Sandra. El nombre es lo vacío que llenamos con un montón de agregados que vamos acumulando con el transcurso de los años.
A partir de nuestras experiencias, vivencias, gustos y disgustos, nuestro ego va declarando a modo de verdad: “Soy esto”, “No soy aquello”, “Soy de mal temperamento”, “Soy feo”, “Soy atractiva”, “Tendré éxito”, “Lo mío son los negocios”, “No soy voluntarioso”. Asumimos estas proyecciones como verdad y le damos la entidad de verdad inobjetable. Desde ese lugar afirmamos que “Somos así y no podemos cambiar”. Como si el enojo, la queja, la inmadurez, y la terquedad viniesen impresas en nuestra infinita y vasta mente. Sin embargo son solo malos hábitos a los que nos hemos acostumbrado.
Cuando decimos “Soy” de ésta o tal manera, le damos una entidad de permanencia a estas características y nos olvidamos que ninguna experiencia, ni siquiera unas cuantas de ellas…nos fijan en una identidad que en esencia nunca se queda en el mismo lugar, su naturaleza no es inherente, está en permanente cambio y depende de causas y condiciones que podemos modificar. Así nuevas experiencias, inicios, cierres, encuentros y desencuentros pueden darle movimiento a ese “Yo” que parece arrogarse ser dueño y señor, cada que vez que nos convence de una realidad tangible de la que en verdad, carece.
Este mecanismo que ejercemos con nosotros mismos, lo proyectamos hacia nuestros seres cercanos y tendemos a etiquetarlos “Mi mamá es severa”, “Mi marido es egoísta”, “Mi amiga siempre es la misma…”. Estas afirmaciones a modo de sentencia, dejan por fuera la posibilidad de que podamos ver a los demás como están siendo en la actualidad y no solo como un manojo de fotos viejas.
Vemos a los demás como nos vemos a nosotros mismos y si pensamos que no podemos cambiar, nos duele pensar que los demás puedan ir más allá de sus rasgos de personalidad y evolucionar.
¿Dónde está el Yo?
Todas estas afirmaciones están basadas en concepciones erróneas acerca de lo que llamamos “Yo”. No existe tal entidad más que en el plano de lo convencional, nos es útil a fin de nombrar, etiquetar y rotular. Sin embargo, a través de un esmerado trabajo sobre sí, podemos ir aclarando lo confuso y ganar una experiencia directa respecto de la verdadera esencia de nuestra identidad.
Lo que llamamos “Yo”, no es más que una corriente no material y transitoria de todos los pensamientos, sentimientos, emociones y percepciones que tenemos momento a momento. Por lo tanto ¿qué es el “Yo”? ¿Cuáles de todos estos pensamientos? ¿Qué emoción define el “Yo”? Si buscamos el “Yo”, se desvanece como la niebla al salir el sol… Es una ilusión que nos preserva del temor a la aniquilación, de transitar la incertidumbre de no saber en verdad “quien soy yo”.
Pero cuando tomamos conciencia de esta verdad, de la inexistencia de un “Yo real” podemos vernos como potencial y aceptar las posibilidades que tenemos de cambiar y renovarnos las veces que sintamos que es necesario. Somos una película con final abierto en continuo movimiento. Del mismo modo, sugiero no dar por sentado a nuestros seres cercanos…de tanto en tanto, es muy sano acercarnos y mirarnos a los ojos para ver quien está siendo ese “otro”, que puede sentir, pensar y percibir de manera muy distinta a la descripción arbitraria que tenemos asentada en nuestras etiquetas estancas. Su apariencia puede tal vez ser la misma, pero su conciencia ha evolucionado.
El Yo es un recorte limitado de nuestra infinita mente. Podemos comparar la mente con las profundidades calmas de un océano y al yo con las olas en las superficie que suben y se desvanecen para dar lugar a nuevas ondulaciones. Cada vez que decimos “Yo soy”, nos confundimos el océano con la ola y nos ahogamos en definiciones que no nos dejan avanzar.
Si trabajamos en nuestra mente, en este vasto océano que nos contiene, podemos despertar de nuestra tendencia a identificarnos con apenas unos pocos retazos. Cuando la mente se ablanda, nuestras proyecciones también y lentamente pierden su concretud. De este modo, la imagen de sí que tenemos, cualquier objeto o persona, no existe en verdad de la forma en que lo vemos. Surge solo como una ola en la mente que pronto pasará para dar lugar a lo que vendrá.
Cuando hacemos un buen trabajo con nosotros mismos vamos “templando” nuestra mirada, tomando conciencia de nuestra capacidad de cambiar y con ello de la posibilidad de renovar nuestras viejas etiquetas. Normalmente nuestra autoestima es baja porque está basada en nuestras fallas del pasado, en nuestros malos hábitos y en errores que no nos perdonamos. Pero una actitud concreta, una mera vivencia, como también el enojo, el egoísmo, los celos y otros muchos de los que llamamos problemas, no son más que experiencias “mentales”, transitorias e intercambiables.
El desafío es aprender a dejar ir y detener la tendencia a identificarnos con estas experiencias, que solo dependen para existir de que creamos en ellas y las traigamos del pasado como quien no puede digerir lo que ha quedado atragantado.
Un buen terapeuta funciona como un digestivo para aprender a dejar ir lo que nos impide seguir. Seguir supone “ablandar” la ilusión un “Yo” definido y estanco para poder sentirlo como una experiencia cambiante que se renueva a cada instante. Las negatividades, los malos hábitos emocionales, las tendencias marcadas, las características insanas son las olas del inmenso océano de nuestra conciencia, que como tal suben y bajan al ritmo de nuestra agitación diaria.
Ir a las profundidades, tocar la “quietud”, sentir la inmensidad que hay mucho más allá de nuestro limitada personalidad, nos recuerda que somos experiencia y no materia.
Abrir nuestra conciencia a esta idea de “Impermanencia del Yo”, lejos de aniquilar nuestra identidad, la amplia para alcanzar y transcender nuestro finito ego y poder vernos a nosotros mismos y a los demás con ese mismo potencial para cambiar.
Esta certeza nos conecta con más amorosidad, menos tendencia a juzgar, y un mejor trato basado en la posibilidad de dejar atrás experiencias que no son sentencias ni etiquetas que no podamos modificar.
Como seres humanos falibles podemos fallar, pero también, como seres humanos concientes, podemos evolucionar. De cada uno depende elegir el victimismo de verse “siempre así” o el protagonismo de asumir nuestra vida como una sumatoria de experiencias que podemos capitalizar y nos permiten avanzar con más lucidez y claridad.